Cuando era adolescente me gustaba escuchar a José Luis Sampedro, me
ponía sus entrevistas y me podía pasar las horas muertas escuchándolo, aún de
vez en cuando lo hago. Él me daba otra visión del mundo, hablaba con humildad de
cosas de las que nadie hablaba y con una lucidez que me asombraba.
Nada es sencillo. Todos tenemos que vivir con nuestras
contradicciones, recorrer las secretas galerías de nosotros mismos, como él
decía, de manera incansable, para entendernos mejor, para poder ahuyentar los
fantasmas en las noches difíciles, para poder mirarnos al espejo sin ser
demasiado duros con nosotros. Sampedro sabía esto y sabía mucho más, él me
devolvía el optimismo en una época en la que me costaba encontrar claridad.
Porque su voz era una voz que nada pretendía, limpia, que casi a sus noventa
años de entonces, sonaba tan potente que aún hoy la sigo oyendo. Era la voz de alguien que había vivido mucho,
demasiado si se piensa en todos los acontecimientos históricos que ocurrieron
mientras duró su vida. Había vivido mucho y había logrado comprender, algo, de
lo absurda, cruel y bella que puede ser la vida. Por eso él miraba de otra
forma la realidad y ya no tenía prisa por llegar a ningún lado.
Quizá sea esa una buena manera de acabar nuestros días, quizá nuestra
máxima aspiración debiera ser llegar a la madurez con la serenidad de quien ha
comprendido, despojados de esa ansiedad vital, de esa enajenación mental en la
que parece que andamos siempre inmersos. Quizá esa sea la máxima felicidad a la
que podemos aspirar.
Una voz lucida que nos despierta, que da respuestas a preguntas que
nunca nos habíamos hecho, que nos conecta de nuevo con nosotros o que nos hace
sentir que no estamos tan solos ni tan locos. Voces que nos sacan los colores
cuando nos explican la otra versión de la Historia. Voces que dan voz a
aquellos que son silenciados. ¡Qué necesarias son las voces como la de José
Luis Sampedro! ¡Cómo se ilumina el alma cuando se escucha a alguien que destila
verdad! Y qué difícil de asumir cuando estas voces se apagan. Que, como el niño
que aprende andar, tendremos que caminar con alguien menos que nos coja de la
mano o que nos recuerde que el camino correcto no es siempre el más concurrido.
Nos soltó de la mano Saramago, nos dejó a solas con nuestra torpeza José Luis
Sampedro y lo hizo también Eduardo Galeano que como tantos otros, hoy se fue
con su voz a otro lugar dejándonos un poco más desamparados.
Una necesita buscar esas voces entre tanto ruido, rescatar un pedazo
de verdad y de poesía entre la maraña diaria. Una necesita escuchar a aquellos
que ven la realidad desde otra perspectiva, con una mirada más serena y más
justa. Una necesita a aquella gente que decía Pérez Reverte: “de dormir inquieto, peligrosa y viva”. Para
seguir aprendiendo, para seguir haciéndome preguntas y para tratar de encontrar
alguna certeza que me salve del vértigo.